Considero la vida un bien sagrado, más allá de conceptos religiosos, más allá de percepciones ideológicas, percibo la vida como un bien sagrado por cuanto inalienable, una posesión que nadie tiene potestad para robar.
Pero si esto pareciera ya un posicionamiento concreto respecto de la eutanasia, he de confesar que sólo es el punto de partida de una discusión interna que contiene muchas aristas, muchas dudas y pocos más convencimientos.
Diría que hay acuerdo en que, en la cercanía de la muerte, el hombre se siente asustado, en que la mayoría de nosotros huiríamos, atemorizados, ante la posibilidad de sentir un dolor inaguantable en esas horas, acuerdo en que pondríamos en manos de otros, los especialistas sanitarios, nuestra vida, si pudieran ayudarnos a que su final fuese más liviano, más dulce, menos insoportable.
Pero cuando hablamos de eutanasia no necesariamente lo hacemos al final de nuestras vidas, en la cercanía del postrer suspiro (que dirían los clásicos), a veces, la sacamos a colación porque no aguantamos nuestra vida, porque, inhabilitados en grado elevado, sufrientes o no de dolor físico, aquejados de dolor psíquico, nos sentimos una carga para otros, un ser inútil, un estorbo, incapaces de conciliar nuestros anhelos y la realidad, nuestros sueños y el despertar cada mañana. De veras puedo entender las ganas de morir de un Ramón Sampedro cualquiera. De lo que no me siento tan capaz es de compartirlas.
A menudo confundimos eutanasia y cuidados paliativos.
Acaso yerre, pero diría que eutanasia es acabar con la vida de una persona enferma, crónica o terminal, por acción u omisión. Acaso simplifico, pero persigo la esencia para diferenciar correctamente. Por otro lado, los cuidados paliativos tienen por objeto aliviar el sufrimiento y la calidad de vida de aquellos pacientes que sufren una enfermedad avanzada o se encuentran en su fase terminal.
Me consta que, hoy en día, es médicamente posible controlar el sufrimiento de un enfermo en situación terminal, aplicando recursos asistenciales adecuados, acompañándolo física y emocionalmente, respetando su autonomía y, en consecuencia, haciéndole partícipe de la decisión de la aplicación de determinados tratamientos mediante el aporte de su aceptación a los mismos, incluso cuando el tratamiento a aplicar sea lo que se conoce como “sedación en la agonía”, aplicación de fármacos que buscan la disminución profunda de la conciencia de un enfermo cuya muerte es ya muy próxima, pero que en modo alguno pretenden acelerarla empleando dosis letales de algún fármaco.
Diría también que es consustancial al ser humano el deseo de vivir, el apego a la vida, por más que sufrimientos y miserias nos azoten. Si no es consustancial, difícilmente podrán negarme que se trata de un deseo absolutamente mayoritario, pues son muy pocos los que se suicidan.
Eutanasia, activa o pasiva, suicidio asistido, acaso son confesión velada de que no hemos podido con la vida, de que ésta nos ha sobrepasado, que nos ha vencido.
En realidad, la vida siempre nos vence, lleva haciéndolo desde que el hombre es hombre, pues nada es eterno.
¿Puede el hombre juzgar si la vida vale o no vale la pena ser vivida, cuando lo cierto es que la vida es algo que nos excede, un misterio, un enigma, un ente superior al hombre?
Es más, ¿puede el hombre preferir la nada a la vida?
Yo diría que no… pero lo pienso hoy, no sé mañana; en todo caso, cuando haya de llegar la nada, tengo por seguro que querré ser alcanzado por ella sin dolor, lo queremos todos.
Pero no hay prisa… buena gana, podemos esperar 220 años.